Navidad, en primera persona


Mis navidades, en líneas generales, han sido "normales". Muy pocas de ellas he pasado fuera de mi casa o con otras personas que no sean mis familiares inmediatos.

Uno de mis primeros recuerdos en la vida es de una Navidad. El lugar, Barquisimeto, en la casa de mi abuela (que en paz descanse). Recuerdo a mi tío Robert, uno de los hermanos menores de mi mamá (postrado en una cama, a punto de morir, como supe muchos años después), que me preguntaba qué me había traído el Niño Jesús. En mi recuerdo está un juguete, un carrito color vinotinto, más o menos grande, con forma de VW escarabajo, con unos alerones amarillos. Creo que era a pilas y me gustaba mucho.

Muchas navidades las pasamos en Barquisimeto, con mi familia materna, mis abuelos, tías y tíos, primos, vecinos de mi abuela, amigos de los vecinos. Quizás lo más parecido a una de esas navidades familiares que están en el imaginario de nosotros los venezolanos. Navidades rocíadas con bastante alcohol; comida en cantidades casi obscenas (mi abuela, como casi todas las abuelas, se complacía al vernos comer como si la vida se acabara ese día); los regalos; fuegos artificiales como bombeadores, luces de bengala, volcanes, etc.; ropa nueva, o por lo menos mejor combinada que lo normal.

Regalos que recuerdo, aparte del carro con forma de VW escarabajo, un famoso camión de Coca Cola, que era a pilas también (del cual hay anécdotas familiares, como la de un pollito a quien montaba en ese camión para que paseara por toda la casa... ¡pobre pollo!); recuerdo una cámara fotográfica, de esas que usaban rollo y había que incorporarle flash en forma de cubo. Recuerdo con poco detalle el primer año que me enteré quién era el Niño Jesús -papá y mamá-. No recuerdo quién me lo dijo pero sí recuerdo ver a mi madre comprándome a "escondidas" algún regalo en una tienda en el Centro Comercial Los Ruices, el cual por razones aún desconocidas del todo para mí, visito con cierta frecuencia.

No faltaban, claro, los clásicos personajes y escenas típicas en algunas familias: el echador de broma; el o la que le gusta bailar y se empeña en bailar con todo el mundo; el o la que le da sueño temprano y empieza a cabecear antes de las 12; el o la que comienza a excederse en los tragos; el o la que comienza a preocuparse por el exceso de tragos del otro(a); el o la que se pone triste y, aunque esté rodeado de cincuenta personas, piensa en los que no están; el o la que se echa encima de la ropa nueva la comida o el trago y tiene que cambiarse; el vecino bonchón que viene a saludar trago en mano; la doña o el don que vienen a dar la feliz navidad temprano; los primos grandes que quieren largarse a otro lado o los primos pequeños que se duermen; el familiar que solo se deja ver la cara en Navidad y el otro que se deja ver cualquier día menos en Navidad; el que pone la música y que nunca puede satisfacer a todos; en fin... todos los especímenes familiares que abundan esos días.

Esas fueron unas cuantas navidades cuando era niño. Hablo de los años 70 y principios de los 80´s, cuando ya no era tan niño. Justo en esos tiempos previos a la adolescencia y en plena adolescencia, empezaron a cambiar los planes de Navidad: ya nos quedábamos en Caracas o íbamos a Barquisimeto sólo unos días. Los amigos de la zona eran los que marcaban la pauta de lo que se hacía. El 24 era típica la visita a sus casas y a la mía. Siempre me pareció que las casas de mis amigos eran más visitadas que la mía. No se, tal vez éramos menos simpáticos o menos populares, ni idea, pero me quedó eso en la cabeza. Mis hermanos mayores también estaban presentes, el propio 24 o el 25 en la tarde. También los estrenos eran parte de esas navidades de los ochenta. Aunque los estrenos ya empezaban a tener nombre y apellido (marcas conocidas); por ejemplo, creo que de aquellos tiempos viene mi afición por la marca Levi´s.

Mi Navidad de 1983 transcurrió con parte de mi familia paterna, en Estados Unidos (cerca de Orlando, Florida). Una Navidad muy diferente. La típica navidad de las películas. Tuve la oportunidad de ir a Disneyworld en ese entonces y la verdad fue espectacular. Pasé frío como nunca antes hasta ese momento y conocí otra dimensión de lo que es una Navidad en familia.

Mi mamá nunca preparó hallacas, sino hasta mediados de los ochenta, cuando recuerdo que empezó a prepararlas en conjunto con otras señoras. Las comilonas en Navidad son un clásico en todos lados. De hecho, una de las cosas más fastidiosas que recuerdo de estas fechas -y todos los años pasa lo mismo- es que el freezer o congelador está atiborrado de hallacas, perniles o gallinas congelados y bolsas de hielo que duran generalmente hasta marzo. Sacar un hielo de la nevera se convierte en toda una odisea: apartar hallacas congeladas para sacar una gavera de hielo, cuidando que no te caigan en un pie, es una disciplina que debería ser tomada en cuenta por el comité olímpico.

Inolvidable para mí fue el darme cuenta, algún año que no recuerdo, que en navidades era cuando más peleas y problemas familiares ocurrían. Más tiempo juntos, el estrés navideño, los planes que nunca conformaban a todos, las interminables fiestas y el alcohol, formaban un peligroso coctél que tarde o temprano explotaba.

Ya más grande, finales de los ochenta, comienzos de los noventa, quería pasar navidades con otras personas, otros familiares o amigos. Creo que no lo logré, pero ya las cosas comenzaban a cambiar. Las navidades eran días para llamar a los amigos que estaban lejos y para salir con los amigos que se quedaban en la ciudad. Los viajes a Barquisimeto disminuyeron progresivamente, así como el ánimo navideño dentro de mi casa. La Navidad fue transformándose en un lugar en el que había que estar pero no en el que necesariamente se compartía o se quería estar.

Recuerdo que en esos momentos sentía cierta envidia por quienes podían darse un gusto y saturar sus sentidos de celebración navideña en algún restaurante o en algún salón de fiesta de hotel famoso. Imaginaba eso casi como un paraíso: música de algunas orquestas de moda; comida exquisita servida en una estupenda mesa con servilletas navideñas; gente simpática con quien compartir o a quien conocer (quizás el meollo de todo: las ganas de estar en otros lados, con otras personas).

Poco a poco comenzó el proceso de revaloración de lo que es el verdadero significado de una Navidad en familia. La tranquilidad, más que el aturdimiento por música, amigos o rumbas, se convirtió en una de las principales metas a alcanzar esos días. Si estoy tranquilo, es una buena Navidad. De hecho, hace rato dejaron de darme envidia las fiestas, rumbas, viajes a Margarita y todo lo que los amigos cuentan de esos días.

Los últimos años fueron de vivir la víspera de Navidad fuera de Venezuela. De hecho, las navidades en La Paz y en Quito tienen su propio sabor local, que no tiene que ver con el nuestro. Nada de hallacas, pan de jamón o ponche crema. Aunque he de decir que me gustaba el contraste. Fuera de Venezuela, aprendí a valorar nuestras tradiciones y nuestros rituales. Las navidades quiteñas coincidían con las fiestas de la fundación de la ciudad, por lo que todo el mes de diciembre era de celebraciones. Venir a Caracas en Navidad era un paréntesis más o menos importante dentro de todo un año de trabajo, aunque a veces tenía que trabajar desde acá.

Estos años coincidieron con el nacimiento de mi sobrina, quien le dio un giro espectacular a todo lo que es la Navidad. La verdadera Navidad es para ellos, los niños. Los adultos vivimos a través de ellos, a través de los ojos y el alma de la niñez, la verdadera magia de la época. Nada como la sonrisa de los niños o como la inocencia de creer en lo que no conocen. Saben cómo funcionan los teléfonos celulares y también creen en el Niño Jesús.

¡Ese es el verdadero milagro de la Navidad, hacernos creer en lo invisible!

Y mi Navidad hoy es una esperanza. Gracias a Dios he podido vivir para contar -parafraseando mal a García Márquez- una historia de Navidad a la que le faltan muchos capítulos. Eso es la vida. Los 25 de diciembre son para reflexionar, para ver comiquitas de Disney y películas de Santa, y ahora son también para escribir los recortes de mi memoria que tienen forma de Navidad.


Me provocó escribir por nostalgia. La nostalgia de saber que hay personas, tradiciones, objetos que aún persisten y otros que simplemente ya no volverán y que se quedan en ese otro milagro llamado memoria. Eso es la vida también, un proceso constante de cambios, unos que se eligen, otros que se imponen, pero que moldean nuestra existencia.

No siempre se está con quienes se quiere estar, aunque la tecnología ayuda a amortiguar un poco las ausencias y la memoria eterniza los recuerdos. Pero creo que para eso se inventaron las navidades, para sentir, dar gracias a Dios, disfrutar lo que se tiene y recordar lo que no. En eso creo.

¡Feliz Navidad!

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