Una historia de vecindarios en cualquier lugar

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Un antisocial tenía en sus manos al barrio donde vive. No hay calle donde su nombre no le retuerza las tripas a los vecinos. No hay casa donde no se haya colado el miedo a través de las sutiles rendijas que dejan puertas y ventanas.

Tenía años enseñoreado sobre los escombros de viejos rivales. Malandros viejos, les dicen ahora que están retirados o simplemente lejos. Rivales a los que fue eliminando progresivamente con las más sucias tácticas vistas hasta entonces.

Había sembrado el barrio de "sapos" que lo mantenían informado de todo cuanto ocurría. No había chisme que no supiera. No hubo pelea vecinal que no llegara a sus oídos. Ni siquiera las intimidades emocionales quedaban a buen resguardo.

Por supuesto, a las mujeres más bellas e inteligentes las quería para sí. ¡Hasta se había apropiado de los perros y gatos que más le gustaban del barrio!

Más de una vivienda fue profanada. Había olvidado la cortesía del permiso o el lugar común de la tocada de puerta.

Parecía no tener más límites que los que le imponía su propio -y aparentemente impredecible- estado de ánimo.

Como buen antisocial, no le bastaba con el sometimiento de los más cercanos. Quería más. Buscaba desesperadamente nuevos senderos, nuevos límites que violar y nuevas normas que destrozar. Andaba a la caza de otros problemas e intentaba incendiar praderas vecinas y ajenas.

Pero aquellos de las praderas vecinas no se dejaron. Tienen años haciendo lo posible para evitar confrontaciones... han negociado, han negado, han volteado para otro lado, han colaborado, han reído, han elegido, pero nada... ya se hartaron. El antisocial sigue en su intento de quedarse con el barrio ajeno porque el suyo ya le quedó demasiado pequeño.

En la pradera vecina están listos para repeler agresiones. Y el antisocial se ha devuelto a su barrio a exigir apoyo incondicional a todos los que ha maltratado por años. Por "dignidad" tienen que ayudar, dice en su desespero.

Nadie se inmutó en su propio barrio, y eso lo llena de rabia. Junto a su pequeño ejército ha empezado una campaña sistemática de malandreo contra su propia gente. Les jura que si no lo ayudan, lo pagarán muy caro.

... Pero nadie les hace caso ya.

Por eso grita, se desespera, reúne a los suyos, los emborracha de palabras ofensivas, les revuelve el océano de resentimientos ancestrales que conviven en su pequeñez, se exhibe por las calles en caballito sobre las motos, dispara al aire para mantener la práctica mientras se confunde entre estados de ánimos fronterizos desenvainando espadas ajenas y viendo sombras en los pasillos de un viejo Palacio.

Y sucedió. Finalmente sucedió.

En uno de esos devaneos anímicos quedó atrapado. Nadie lo reconocía en sus miradas perdidas ni en su prosa fuera de sí y fuera de todo. Nadie entendía sus órdenes napoleónicas ni sus requisitos faraónicos. Su carisma trastocó en agresividad y su cercanía en violencia inminente.

Todos se lo negaron. Todos voltearon al cielo para no ver el infierno en sus narices. Hasta que fue insoportable.

El día que todos finalmente se vieron a la cara, la insania perdió fuerza. Nada más poderoso que el activismo del sentido común para desactivar infamias, radicalismos y sombras.

Ese día, aunque doloroso, todos empezaron la real construcción de un mundo mejor. O al menos, un barrio mejor.