11 de abril (escrito en el 2004)

Marcha hacia la Muerte
(11-A, dos años después)


El 11 de abril me llena de recuerdos intensos y trágicos. Intensos, porque la cantidad y calidad de emociones que viví ese día por siempre quedarán grabadas en mi alma. Trágicos, porque el oscuro desenlace, la cantidad de sangre que corrió ese día; traducida en 20 muertos y 114 heridos; es algo que sencillamente no puede admitirse.

Haber estado presente en la marcha hacia el Palacio de Miraflores o hacia la muerte; es algo que aún hoy me estremece. El espíritu aguerrido de los miles de ciudadanos que ese día pusimos nuestras esperanzas en una marcha que debía terminar en una vigilia alrededor del Palacio hasta escuchar la renuncia del Presidente y de todo el Gobierno, se tradujo en el inolvidable grito “¡Ni un paso atrás!”. Pero no, el grotesco desenlace de ese día revela que había una decisión clara en el Gobierno: la consigna era –y es hoy- no dejar expresar el sentimiento de malestar y mucho menos hacer algún acto de contrición que permita la gobernabilidad y viabilidad del país.

Mi 11 de abril comenzó con esperanzas, al salir en la mañana rumbo a la marcha, y terminó en el asco más profundo y la incomprensión más absoluta al ver en la noche por la TV a venezolanos disparándoles a mansalva a otros venezolanos desde un puente caraqueño (Puente Llaguno, desgraciadamente famoso desde este día). La protesta democrática fue deformada en crimen por los agentes del oficialismo, lo que degeneró en una matanza sin precedentes.

Al salir de la Avenida Bolívar me percaté de que la situación estaba bastante mal. Con el sol a cuestas y el cansancio de la larga caminata por la autopista Francisco Fajardo (que desde ese día más nunca será la misma), el último tramo de la marcha comenzó a ponerse peligroso. La ruta hacia el Palacio de Miraflores pasaba por la Avenida Baralt; la Plaza O´Leary y el Liceo Fermín Toro, pero la cantidad de gases lacrimógenos que se respiraba en el ambiente hizo correr a unos cuantos y asfixiaron a otros. La marcha se dispersaba en el Centro, mientras corrían rumores de enfrentamientos armados con los círculos bolivarianos. Decir “enfrentamientos” es mentir; pues una cosa es tener una pistola, posición de tiro y un escondite y otra es marchar al descampado, con las cabezas como objetivos de guerra.

El paso por la Avenida Baralt, en medio de lluvias de piedras y supongo que de balas también, me dejó ver algunos heridos, con sangre en los rostros y cabezas. Definitivamente, las cosas iban mal.

Pero había que continuar. La maldita cadena presidencial impedía conocer lo que ocurría a través de los medios masivos. El colapso de los teléfonos celulares nos dejó completamente aislados, en medio de ráfagas que se oían cerca pero cuyos orígenes no podíamos divisar con certeza. La Plaza O´Leary y las escalinatas de El Calvario eran bastiones de la masa opositora que ya tomaba puestos de combate, pues más arriba se estaba llevando adelante una verdadera batalla. El signo más alarmante que tuve de que esto iba más allá de los enfrentamientos convencionales fue cuando, queriendo aproximarme al Liceo Fermín Toro donde estaba la punta de lo que quedaba de la marcha, alguien bajaba a la Plaza O´Leary gritando desesperada y triunfalmente: ¡vamos, suban, el semáforo es nuestro!

¡El semáforo es nuestro! Esas palabras me retumbaron por mucho tiempo en la cabeza. Eran la declaración fáctica de una guerra civil; el grito de guerra entre hermanos que jamás hubiese querido escuchar. La táctica militar volcada a nuestras calles y avenidas, en donde se peleaba casi cuerpo a cuerpo con el enemigo (otro venezolano), y donde era necesario tomar posiciones, un semáforo, un kiosco, un callejón, para no morir en combate y avanzar sobre el objetivo final: el Palacio de Miraflores. La guerra estaba declarada.

Pero el Gobierno estaba preparado para esto. Sabían que, tarde o temprano, miles de venezolanos macharían al Palacio para expulsarlo o pedirle su renuncia en pleno. Es lo que ocurre en todos los países. En cualquier país el Palacio de Gobierno no es una fortaleza inexpugnable, un fortín cercado por batallones militares, baterías antiaéreas, tanques de guerra, ni se cierra el perímetro de acceso a los ciudadanos. Aquí sí. Somos incomprensiblemente originales.

Estaban preparados, armados hasta los dientes, con los escondites listos para cuando les tocara correr, como en efecto ocurrió. Con las declaraciones listas para CNN y la BBC. No de otro modo se puede entender que francotiradores apostados en edificios cercanos al Palacio y en edificios del Gobierno (la Cancillería, por ejemplo, hay documentos audiovisuales que sustentan esto), jamás hayan podido identificarse, estando la zona totalmente tomada por los militares afectos al Gobierno y por sus simpatizantes civiles. No de otro modo se entiende que asesinos de la talla de Richard Peñalver estén en la calle, con título de héroe; mientras se persigue, hostiga, amenaza, encarcela y tortura a manifestantes de la oposición. No de otro modo se entiende que el helicóptero de la DISIP, que nos escoltó durante todo el recorrido de la marcha, se haya desaparecido misteriosamente cuando llegamos al Centro de la ciudad y no haya podido identificar las posiciones de los francotiradores y neutralizarlos. No de otro modo se entiende la maldita cadena presidencial, justo cuando estábamos dejando atrás a la Avenida Bolívar, lo que resultó una especie de “señal”, de “luz verde”, para que los asesinos accionaran sus armas con la firme creencia de que nadie los estaba viendo.


Por supuesto que no soy tan ingenuo como para pensar que los líderes de la oposición convocaron a una virginal marcha de Parque del Este a PDVSA Chuao. Todos sabíamos que no iba a quedarse allí no más. En el recorrido de la marcha el ambiente era ir más allá, pues la situación era insoportable en aquel momento: MIraflores surgía espontáneamente de nuestras bocas, sin la instigación de nadie.

Quienes comulgan con el credo revolucionario, creen que los opositores fuimos llevados como borregos hacia el “matadero” (habría que preguntarse quién preparó de verdad el matadero). Que fuimos manipulados perversamente por los medios de comunicación. Que los líderes de la oposición nos “envenenaron” y nos inyectaron odio en las venas, aunque no se hayan atrevido a ponerle el pecho a las balas.

Ese mismo día, en la noche, fui increpado acerca de mi participación en los hechos, mientras me decían que todo eso estaba preparado por la oposición, lo cual despertó mi indignación. Vino todo el tinglado de tonterías que siempre sueltan los revolucionarios cuando están desnudos en su miseria. Enseguida me pregunté: ¿por qué los opositores son manipulables por los medios de comunicación y los chavistas no lo son? ¿Por qué los opositores son “envenenables” por sus líderes, pero los revolucionarios no? ¿Por qué los opositores sí están llenos de odio y los oficialistas solo de amor? Todo esto me lleva a pensar que entre las filas revolucionarias hay una especie de auto-percepción, muy errada por cierto, de que están por encima de ciertas cosas y de ciertas personas. Lo cual los convierte en una casta, una peligrosa casta que, armada hasta los dientes, puede decidir llevar a cabo una labor patriótica de limpieza de todo aquello que no sirva para sus fines.

En fin, en lo que a mi respecta, fui a la marcha del 11 de abril y no me arrepiento. Una y mil veces volvería a marchar ese día. Es más, si la vida me volviera a poner en ese lugar y en ese momento, iría más allá de donde fui, aguantaría más gases lacrimógenos y me hubiese acercado al semáforo aquel para avanzar sobre otros “objetivos”.

No acepto que la masacre del 11 de abril, ni las muertes ocurridas en los Valles del Tuy, ni en Los Próceres, ni los heridos de bala de la marcha hacia el CNE en septiembre del 2002; ni los militares asesinados de la Plaza Francia; ni los heridos de la marcha de COPEI en Petare; ni los muertos y heridos en una concentración de la CD en Catia; ni el ataque de los Tupamaros y Carapaicas a la PM en el 23 de Enero; ni los emboscados en La Campiña; ni los muertos, heridos, maltratados, torturados del 27 de febrero en adelante; ningún hecho en que el chavismo ha sido parte activa, haya sido esclarecido por la justicia venezolana. Que no me hablen de independencia del Poder Judicial ni de resquicios democráticos en el TSJ, si ni siquiera hay un solo detenido por ninguno de estos hechos.

El 11 de abril es un momento de inflexión. Un día que para mí siempre quedará en mi memoria como el día que los venezolanos dijimos ¡basta! y le demostramos al mundo que no hay balas que nos detengan ni sangre que nos acobarde. Que no hay persona alguna sobre nuestro país que pueda aplastar a una mayoría y manejarla a su antojo, sin que sufra las consecuencias.

Hoy, dos años después, recordemos a nuestros muertos, es decir, a todos los venezolanos que cayeron ese día, sean cuales sean sus circunstancias. Dolor y muerte, ese fue el trágico resultado del 11 de abril, un día que amaneció con esperanzas y terminó con la amargura de la sangre en la calle.

Lo que vino después de la marcha es historia; el golpe (claro que hubo un Golpe de Estado); las palabras mágicas de Lucas Rincón (“… se le solicitó al Señor Presidente de la República la renuncia a su cargo, la cual aceptó”); el absurdo del Gobierno de Pedro Carmona de eliminar de un plumazo los poderes públicos; la ultra-derecha asomando su hocico ante el asombro de todos; el sainete de dos golpes de Estado en menos de 72 horas, dados por militares, sin que se hubiese disparado una sola bala o hubiese una sola baja. Porque Chávez fue depuesto por un golpe de un grupo de militares y fue devuelto al Gobierno por otro golpe, de otro grupo de militares. Esa fue la verdadera historia de todo esto.


La marcha del 11 de abril está inconclusa. Llegará el día en que cientos de miles de venezolanos puedan marchar sobre el Palacio de Miraflores y terminar aquella jornada, sin muertos ni heridos, más bien con la serenidad de quien cumple con un objetivo (político, en este caso) y la alegría de un nuevo comienzo.

Y espero estar allí cuando eso ocurra.

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