Paz sin fronteras

Hoy, en medio de la frontera de dos países que hasta hace una semana estuvieron a punto de ir a la guerra, se celebró un multitudinario concierto por la paz. Sin dudas, una acción impecable que denota que somos muchos más del lado de quienes preferimos una paz llena de riesgos y obstáculos que una guerra fácil.

El concierto, una acción inédita desde el punto de vista político. Tan espectacular (es decir, tan llena de espectáculo) como la Cumbre de Río en República Dominicana. Por momentos, estoy ganado a la idea de que esta crisis no fue más que una edición especial del programa de nuestro Don Francisco de Sabaneta, en el que a la audiencia se le crisparon los nervios hasta el infinito, en una montaña rusa de emociones no apta para cardíacos.

Muertes; amenazas; lamentos; minutos de silencios (los minutos de silencio que nos costarán más caros de la historia); insultos; cadenas; órdenes de movilizaciones militares; cierres de embajadas; expulsiones de embajadores; ruptura de relaciones entre presidentes y entre países; denuncias derivadas de las computadoras incautadas; visitas entre presidentes para hablar mal de otro presidente (en criollo, para chismear); declaraciones de soberanía maltratada por otro Estado, aunque nada se dice de la soberanía maltratada por el grupo narco-guerrillero-terrorista; palabras duras en la Cumbre; amagos de reconciliación; un presidente (el de los correazos) al que dejan guindado de la brocha; una propuesta de reconciliación; un “hermano del alma, ¿para que me vas a denunciar ante la Corte Penal Internacional?”; abrazos; apretones efusivos de manos; arrumacos; peladas de diente; telefonazos; órdenes de apertura del comercio binacional; reapertura de embajadas; vuelta a los cuarteles de los soldados desplazados; pataleo ecuatoriano; silencio venezolano.

A todas estas, aparte de Correa, la otra gran sacrificada de esta jugada que puso a Chávez en jaque (pero aún con varios peones sacrificables), puede ser la senadora colombiana Piedad Córdoba. En el nuevo idilio Uribe – Chávez, no cabe la señora de los turbantes rojos y la lágrima fácil. Creo que no la veremos por un buen tiempo, o por lo menos, hasta la próxima rabieta del presidente venezolano contra Uribe. Las compras en el Sambil se harán de bajo perfil seguramente.

Como comenté en algún momento, mientras todo eso pasaba, los venezolanos no le paramos a la declaración de guerra. Todos intuitivamente lo teníamos claro: la guerra está en la mente del Comandante demente y en los que se dejan arrastrar en el delirio. Para más de la mitad de Venezuela, Chávez gobierna otro país, rico, lejano y medio loco. El país que habita más de la mitad de los venezolanos no es rico, tiene problemas graves de desabastecimiento de ciertos productos básicos; está comandado por delincuentes de todo pelaje (desde el malandro de esquina hasta el ministro ladrón); y piensa en cómo sobrevivir cada semana o cada día. Ese, es el país que Chávez y sus adoradores no conocen, no entienden y no aceptan. Ese es el país desconocido, la jungla salvaje que debe ser maniatada, amordazada y escondida para que no se rebele.

A Chávez y a sus fanáticos, el país se les hace cada día más pequeño. Menos gente, menos ideas, mayor intolerancia, un partido único, un color único, un canal de TV único (aunque sean dueños de decenas de medios) y el gabinete más monstruosamente ineficaz que haya conocido Venezuela. Como bien decía hoy Alberto Barrera Tyszka, al país le sale mejor que Chávez voltee la mirada hacia otros países, porque cuando se dedica al nuestro se da cuenta de cuán ineficiente es su gente e intenta corregir los errores hundiéndose más en ellos. Como al patalear en arenas movedizas, el hundimiento está asegurado.

Pero volviendo al tema con el que abrí (de desvíos en el discurso tenemos demasiado), la iniciativa del artista Juanes es bien recibida por esa Venezuela ausente de la guerra, la que Chávez desconoce. Juanes, junto a Miguel Bosé; Juan Luis Guerra; Carlos Vives; Alejandro Sanz; Ricardo Montaner y Juan Fernando Velasco, organizó un espectáculo monumental que sirvió para que podamos comprender algo que de tanto decirlo se ha convertido en palabra hueca: los hispanos tenemos tanto en común, nuestra historia, nuestras costumbres, sabores, estilos y el idioma (en la mayoría de casos), que resulta una estupidez tanta peleadera.

Es como vivir en un vecindario donde todos se odian. Cada quien buscará la manera de meterle zancadillas a los vecinos o de echar basura en la puerta de su casa o rayarles las paredes. Lo contrario no es precisamente amar a todos los vecinos, pero sí respetar las diferencias y comprender que para salir adelante y el vecindario sea mejor debemos tener algunos pocos objetivos comunes. No importa que no nos caigamos bien, pero sí es importante que nadie deje basura en las áreas comunes o que nadie exceda las horas para poner música a todo volúmen.

Construir paz sobre escombros siempre es difícil. Especialmente cuando los escombros no se ven sino que, como las procesiones, van por dentro. Pero siempre es bueno constatar que existen iniciativas como la de hoy que nos reinventan a los hispanoamericanos y nos dan una sensación, aunque sea momentánea, de que la felicidad (y la paz, claro) depende de la voluntad de nosotros más que de la voluntad ajena o de algún enajenado mental.



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