El verbo disolvente

“... A la Conferencia Episcopal Venezolana (CEV), ante su exposición triste, lo que se le puede es desear que Dios la perdone, ellos no saben lo que dicen...

... si alguien ha llenado de odio y ha transmitido odio, lejos de la palabra de Dios, la palabra de paz, de amor, de fraternidad y de convivencia y que se ha resistido a seguir enarbolando esas premisas humanas, esas normas humanas básicas, ha sido la Conferencia Episcopal...

...Si la oligarquía nos critica, significa que estamos en el buen camino..."

Palabras insolentes del ministro de Relaciones Interiores y Justicia venezolano, Tareck El Aissami, ante unos comentarios hechos por el presidente de la Conferencia Episcopal Venezolana, Ubaldo Santana.

El obispo venezolano en visita al Vaticano declaró que el gobierno de Chávez ha provocado "una creciente polarización política" que ha puesto en "serio riesgo la convivencia democrática" en Venezuela.

Con tono pretendidamente bíblico -te queda demasiado grande, ministro-, El Aissami pretende hacerse el inteligente, el "agudo" con sus pobres comentarios. Miserable ministro, que dice que los obispos de la CEV han transmitido odio y se hace el loco frente a los maniáticos agresores que tiene a su lado.

Es uno de los funcionarios más grisáceos que ha convocado el presidente Chávez a su gabinete. Y ese tono gris miserable que describe al ministro, le da un halo sombrío aterrador. Me hace acordar a Hannah Arendt y su informe sobre la banalidad del mal:

El 15 de abril de 1961 Hannah Arendt es enviada por el New Yorker a Jerusalén para hacer la crónica del juicio contra Adolf Eichmann. Es la conciencia del crimen lo que preocupa a Hannah Arendt. Eichmann era un hombre común, que se consideraba un «idealista», que en su propia definición era un hombre que vivía por su «idea». Estaba preparado para sacrificar por su idea cualquier cosa y, especialmente, cualquier persona.

Hannah Arendt retrata el absurdo de esta actitud y dice: «Cuando en el curso del interrogatorio policial dijo que habría enviado a la muerte a su propio padre en caso de que se lo hubieran ordenado, no pretendía resaltar hasta qué punto estaba obligado a obedecer las órdenes que le daban y hasta qué punto las cumplía a gusto, sino que también quiso indicar el gran `idealista' que él era». Estamos, pues, delante de un hombre «normal», desprovisto de capacidad de discernimiento de someter los sucesos a juicio.

Hannah Arendt constató durante el juicio que la inhabilidad para expresarse de Eichmann estaba íntimamente relacionada a su incapacidad de pensamiento. El hilo que posibilitaría la comunicación con Eichmann había sido quebrado por la «ideología» totalitaria. Eichmann siempre afirmó que «cumplía su deber». Es interesante observar la demarcación bien delimitada entre la obediencia a la regla, por un lado, y la ausencia de juicio por el otro, y el campo de la emoción donde afirma su incapacidad de matar (nunca se ha probado que él mismo hubiera matado a alguien)..."


Claro, el ministro grisáceo ni siquiera llegará a lo que hizo Eichmann (teniente coronel de las SS nazi). Pero inquieta, sin dudas, ver cómo algunas características se entrelazan y conforman una atmósfera enrarecida en pleno siglo XXI.

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