Estos últimos días, vísperas de Carnaval, he estado recordando insistentemente algunos Carnavales pasados y he llegado a una conclusión: ¡no me gustan los carnavales!
En un país como Venezuela, dado a la rumba fácil, a los excesos colectivos y a la evasión maníaca de los problemas, seguramente tal afirmación me hace ver como un extraterrestre recien aterrizado. En el imaginario popular, el carnaval es una especie de espacio para el desenfreno (de lo que sea, de playa, de sol, de alcohol, etc.), las bailantas sensacionales, las borracheras 24 horas, con todas las consecuencias posibles.
Pero no a todos nos ocurre transcurre el carnaval de esa manera. Con suerte, nos toca pasar tres días barriendo cucarachas muertas, durmiendo malamente en el suelo, con sal de mar pegada al cuerpo porque no hay agua suficiente, con una insolación macabra y picado de todas las variedades posibles de insectos. Eso por no hablar del motor recalentado, la cola de carros de ocho horas (sin ir al baño) y la licorería llena de borrachos que luchan por la última bolsa de hielo de todo el municipio.
Cuando era (más) chamo, recuerdo algunos carnavales. Siempre la fiesta del colegio el viernes antes del feriado marcaba la pauta -parece que hoy en día esas fiestas son también los jueves-. Sólo recuerdo que me hayan disfrazado una vez ¡de Zorro!, y no recuerdo que haya sido una experiencia muy grata. Seguramente ir al colegio vestido de negro, con antifaz, bigotes pintados con no sé qué cosa, un sombrero ridículo, una espada de plástico y unas botas mal simuladas, no era un evento que le alegre la vida a un niño.
No dudo que yo haya pedido que me disfrazaran, como lo hace cualquier niño del mundo, pero no recuerdo que me hayan disfrazado en otro momento. Voy a consultar en mi familia para verificar.
La otra vez que me disfracé en mi vida fue hace pocos años, para una fiesta de Halloween -año 1999, si no me equivoco-. Esa vez sí lo disfruté, pues la máscara espantosa que tenía puesta me hacía poco visible a los demás. Eso sí, el calor que pasé fue algo anormal.
Más grande, ya con algunos amigos de la zona, nos disponíamos a jugar carnaval con bombitas de agua, lo cual no deja de ser divertido, siempre y cuando uno esté participando en el juego. Ya de "adulto" (contemporáneo, dirían algunos), le he huído a esos juegos con agua y otros elementos. El año pasado y el presente, en la oficina donde me ha tocado estar, se ha jugado carnaval con agua. Nada peor que jugar en una oficina, donde las computadoras y escritorios inevitablemente se mojan, los pisos se ponen como una pista de patinaje y nunca falta quien "se de una matada", huyendo de alguien con una bombita en la mano.
Lo que odio profundamente de estos días es la mera posibilidad de salir a la calle y ser bombardeado con agua o con lo que sea. La gracia de jugar carnaval con agua es mojar al que vaya desprevenido -cosa que yo también hice de chamo, by the way-, y por tanto es muy probable no salir ileso de esa lógica mortal.
Con los panas, mojábamos desde el edificio a otros panas, a otros no tan panas, y a perfectos desconocidos. Era envidiable la maestría para lanzar bombas de agua desde un cuarto piso, mientras cerrábamos la ventana y cortina para no ser descubiertos. Creo que nunca le pude pegar una bomba de esas a nadie, cosas de mi mala puntería.
Salir de viaje en estos días suele ser un martirio de tráfico y de colapso de todos los servicios y tiendas del lugar donde uno se queda. Sin embargo, lo hice en varias ocasiones, previendo que el regreso fuese antes de que las multitudes quisieran regresar también a sus hogares.
El carnaval de 1992 fue algo atípico en Venezuela. Ese año se produjo el intento de golpe de Estado el 4 de febrero, comandado por el Teniente Coronel Hugo Chávez. En pleno apogeo de la popularidad, ese año disfrazaron a muchos niños con ropa verde militar y boinas rojas. A ver quién se atreve hoy en día a semejante despropósito.
Mientras más pasa el tiempo, más veo que es una fecha para los niños, quienes hoy en día tienen miles de opciones para disfrazarse, aunque las principales opciones siguen siendo más o menos las mismas. Princesas y Supermanes siguen liderando las preferencias infantiles, o al menos eso es lo que parece en las calles.
Tal vez la única forma de disfrutar el carnaval siendo adulto es convirtiéndose otra vez en niño, cuando la vida es un juego que solo para cuando hay que dormir para recargar las baterías.
Mi sobrina en carnavales pasados:
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