Excremento, lenguaje y paz (artículo de Tulio Hernández)

Excelente artículo de Tulio Hernández que me permito copiar de la edición de hoy de El Nacional. Concuerdo casi al 100% con todo lo que allí se escribe.

Excremento, lenguaje y paz

El presidente Hugo Chávez, lamentablemente para todos, disfruta mucho con la palabra “mierda”. Desde el 2 de diciembre de 2007, cuando sufrió su primera gran derrota electoral, la suele llevar a flor de labios y en momentos de ira la paladea gustoso para luego dispararla como un dardo envenenado contra todo aquello o aquellos que le disgustan. Que en el auditorio haya niños, niñas o adolescentes, no lo detiene.

Como sucede con todos los exabruptos del Presidente, sus exégetas tratan de justificarlo aduciendo que también García Márquez ha utilizado el término en sus novelas.

Cosa que es cierta. No sólo García Márquez. La buena literatura universal recurre a cualquier tipo de palabras, por más grotescas, amorales o de mal gusto que sean, para dar cuenta de la grandeza pero también de la miseria de la experiencia humana.

Y es un hecho que la mayoría de las sociedades, salvo las excesivamente pacatas o totalitarias, respetan este recurso toda vez que la lectura de una novela es un acto de elección individual y de ejecución generalmente en solitario. En cambio, no sucede así con la palabra hablada. Todos los colectivos humanos, incluyendo los pueblos ágrafos, tienen un repertorio de términos, palabras y giros idiomáticos que sólo se utilizan en el habla coloquial ya que el grupo las considera groserías; es decir, para atenernos al DRAE, “descortesías”, “faltas grandes de respeto”, “tosquedades”, “rusticidades” e “ignorancia”.

Son palabras y frases -no voy a ofrecer una lista, pero el lector sabe a cuáles me refiero- que escritas pueden hacer parte de un buen discurso literario, pero usadas en actos públicos resultan agresivas, descorteses, impertinentes y de mal gusto. Por eso los padres tratan de prohibir su uso a los niños, y aunque no es una norma escrita, se hallan proscritas del habla pública, especialmente en boca de sacerdotes, maestros, medios de comunicación y, sobre todo, de las autoridades gubernamentales, quienes se supone son modeladores de los valores y la buena educación necesaria para la convivencia.

Una cosa es una adolescente caraqueña reclamándole a una de sus compañeritas de curso en uno de los pasillos del liceo: “Mariiica, ¡párame bolas!”. Y otra, muy diferente, si la misma expresión la utilizara frente a las cámaras de televisión, por ejemplo, una ministra en una rueda de prensa llamando la atención de una periodista entretenida con su vecina de asiento.

Lo mismo vale para García Márquez. Una cosa es que en su novela Aureliano Buendía pronuncie la palabra “mierda”, y otra, ¡Dios nos libre!, que el autor la incluya en su discurso de aceptación del Premio Nobel para, por ejemplo, adjetivar la situación actual de América Latina.

El discurso del Presidente comenzó siendo pugnaz. Luego derivó en soez. Pero en el presente ha entrado en una desencajada etapa que podríamos calificar de “rebuscadamente escatológica”. El uso de términos como “imbécil” para referirse a un opositor, o “desgraciado” para dirigirse a otro, van superando aceleradamente los límites del respeto que ya había roto cuando injuriaba sin freno a la jerarquía católica, los presidentes de otros países o los dueños de medios privados. Pero estos abusos del Presidente no pueden interpretarse como una anécdota más o un problema estético. De buena o mala educación.

Su revolcarse en la palabra sucia, el escarnio infeliz, la descalificación extrema y la fetidez idiomática que lo abate cuando se deja apresar por la ira es -básicamente, no hay que dudarlo- un problema político. Además de una perversión del lenguaje, constituyen un impedimento para la convivencia democrática.

No hay paz ni diálogo si el jefe del Estado oficia diariamente una guerra simbólica desde la oscuridad de su garganta. Hay que recordarlo, el uso de la palabra no es inocente. Ni inocuo. Lo sabían bien aquellos que escribieron: “En el principio fue el verbo”. Lo ratificó siglos después Wittgenstein al decir: “Los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje”. Eugenio Montejo, antes de despedirse alertó: “La primera acción de un gobierno despótico es atacar el lenguaje.

Y la primera defensa, del lado de la lucidez, debe ser el idioma”. Pero nada lo resume mejor, por la pícara ambigüedad que oculta la frase, que el desplante popular que dice: “Su palabra vaya delante y su boca sea la medida”.

0 Comentarios para la Caja: