La expresión es típica de mi país, cuando se siente pena ajena por la actuación de alguien contra otra persona. Se aplica también a las visitas... ¡que pena con la visita!
Una sensación similar tuve anoche al leer un escrito que se le atribuía al profesor Fernando Mires, filósofo y uno de los más profundos pensadores actuales de las ciencias políticas. Pero ante la crudeza y dureza del escrito, tuve mis dudas. La típica duda del que ya no quiere creer en nada y en nadie o del que intenta equilibrar la balanza. Hasta que hoy corroboré que, efectivamente, el escrito pertenece a Mires.
El sábado 18 de octubre del 2008 fui detenido en el aeropuerto internacional de Caracas por un grupo de la Guardia Nacional venezolana en el corredor que conducía hacia la puerta del avión Lufthansa número 535 con destino a Frankfurt.
En ese lugar fui sometido a un largo interrogatorio mientras la tripulación del avión esperaba con impaciencia que dicho procedimiento llegara a su fin. Ya dentro del avión –donde la gente me miraba como si yo fuese otro Antonini– comencé a hacerme la pregunta que no quisieron contestarme los interrogadores. ¿Por qué a mí? ¿Por qué precisamente a mí? ¿Parezco acaso traficante de drogas? ¿O drogadicto? Más bien parezco –creo, y así me lo han dicho– lo que soy: un profesor jubilado de algo ya lento andar. ¿Por qué a mí entonces? ¿Por qué precisamente a mí? Todavía no logro encontrar respuesta a esa pregunta.
En la gran mayoría de los países donde se respetan los derechos humanos, ciertos pasajeros son interpelados por la policía (nunca por miembros de un ejército) a partir de indicios basados en determinadas informaciones. Pero yo ni siquiera –lo digo casi con ingenua vergüenza– he probado en una ya no corta vida un solo pito de marihuana, o no he mascado una hoja de coca por razones medicinales, como algunos adictos aconsejan, ¿por qué a mí entonces? Después de que el avión emprendió el vuelo recorrí los pasillos mirando, esta vez yo, a los pasajeros. De verdad, había entre ellos más de algún sospechoso de consumir algo raro. Pero todos pasaron el corredor sin problema. Entre los más sospechosos de consumir no sólo coca cola, había un grupo de europeos que en estado alucinado coreaban "¡jafez!", "¡jafez!", palabra que en español significa Chávez. Ya los había visto al entrar al aeropuerto chanceando con miembros de la Guardia Nacional, quienes reían junto con ellos. Probablemente venían de uno de esos encuentros multitudinarios que cada cierto tiempo organiza el Gobierno, siempre tan dadivoso. Yo, en cambio, viajaba solitario e invitado por ningún gobierno a pronunciar un discurso con ocasión del aniversario de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad Central de Venezuela.
Cierto es que yo no soy un simpatizante del gobierno de Chávez; y es mi derecho personal no serlo. Además, no encuentro –por más que quiera– ningún motivo para serlo. Pero tampoco soy un simpatizante de Bush y teniendo la visa en orden, he entrado y he salido de los EEUU cuantas veces he querido. Entonces ¿por qué a mí? ¿Por qué precisamente a mí? La verdad es que esta vez yo no tenía muchos deseos de viajar a Caracas. La expulsión del embajador de los EEUU –nación que financia el extraño "socialismo del siglo XXl" con sus compras de petróleo y con sus ventas de alimentos– más la expulsión del defensor chileno de los derechos humanos, el señor José Miguel Vivanco, no hacían presagiar buenos augurios para hacer visitas a Venezuela. Al fin decidí viajar por dos razones: la primera, porque mis queridos amigos de la UCV querían tenerme junto con ellos y de que yo hablara en el acto de aniversario. La segunda: porque ellos me pidieron explícitamente no hablar de política contingente. Y me atuve al acuerdo. Hice un discurso sobre el tema de "la libertad" basado en el pensamiento de Platón, San Pablo, San Agustín y Hannah Arendt, discurso que será impreso por la Facultad.
Nada de lo que hablé tenía que ver con la situación política venezolana. Entonces ¿por qué a mí? ¿Por qué precisamente a mí? Estuve, cierto, a punto de suspender mi visita a Venezuela como resultado de las denuncias de magnicidios lanzadas desde la Presidencia destinadas seguramente a crear un clima de hipertensión pública. Pensé que la situación podía volverse complicada y yo no tenía ningún deseo de líos inútiles; además, las autoridades estaban involucrando a honorables personas, incluso ancianos, y por si fuera poco, hasta un muerto. Pero mis amigos pronto me calmaron.
Las informaciones –según me dijeron– eran absolutamente falsas y provenían de un periódico dedicado a la pornografía política llamado La Hojilla. Además –me recordaron– ya son más de veinte las veces en que el Gobierno anuncia operaciones magnicidas y hasta ahora no hay un solo detenido, una sola persona, un solo nombre que haya pasado por los ecuánimes salones judiciales de la nación. El magnicidio –me dijeron– es un simple recurso electorero.
Pensé que después de todo mis amigos tenían razón y decidí a viajar. Comencé, sin embargo, a arrepentirme apenas llegué a Caracas y compré los periódicos.
Ahí me enteré de los problemas que han aquejado a distintas personas en el principal aeropuerto de la nación. Fotocopiar pasaportes de representantes de la oposición (nunca a los oficialistas) ya es normal. A un destacado sociólogo le fue simplemente arrebatado el pasaporte, quedando semanas sin documentación. En fin, como me dijo un periodista venezolano, aquí hay una maquinaria destinada a intimidar. Se trata de aplicar la política de la intimidación. Todavía no es implantado el terror como política oficial pero se trata de anunciarlo.
El ejemplo parte de la propia presidencia. El lenguaje del Presidente, que siempre fue procaz, hoy es ya terrorífico. Quienes en naciones normales disienten, son llamados por el magno, traidores y cobardes. Ganar elecciones significa: pulverizar a la oposición. Un personero de Gobierno, siguiendo el ejemplo que viene de arriba, anuncia que los opositores deben ser "quemados vivos". Los opositores, para el mandatario, no son personas equivocadas: son desgraciados e imbéciles. Creo que en ningún país del mundo el idioma político ha alcanzado tanta degeneración como ocurre hoy en el oficialismo militarista venezolano.
La política de la intimidación es practicada por las propias autoridades.
Parlamentarios comandan piquetes que eligen medios de comunicación como "objetivo militar", los que son apedreados como "acto de prevención". La idea es sólo una: aterrorizar, sembrar el miedo; en fin: intimidar.
Una muestra pequeña de la política de la intimidación pude observarla en el propio acto de aniversario académico donde tuve el honor de ser "orador de orden". Justo cuando el acto estaba por comenzar fue interrumpido violentamente por un pelotón de estudiantes oficialistas que rabiosamente entraron al recinto llenando las mesas de platos de comida. Protestaban en contra de la calidad del almuerzo que reciben gratis en la universidad. Miré el contenido de los platos. Más o menos lo mismo que se sirve en las universidades europeas, con la diferencia de que en Europa a los estudiantes les cuesta entre cuatro y cinco euros.
Pero dejemos de lado los gustos gastronómicos de los minoritarios estudiantes chavistas. Lo que resultaba evidente era que el objetivo del "operativo" no era la calidad de la comida sino simplemente interrumpir y violentar el acto académico. No traían ningún planteamiento que diera forma discursiva a la protesta. Sólo insultos y gritos en contra de la rectora de la universidad.
Pensé, inevitablemente, en mis tiempos estudiantiles. Quizás más de una vez me vi envuelto en tonterías parecidas. Pero, según recuerdo, tales métodos de lucha eran aplicados como último recurso y siempre con el objetivo de sumar fuerzas a nuestras causas. Para los estudiantes chavistas, en cambio, la violencia es el primer recurso. El objetivo no es ganar mayorías sino sembrar miedo, interrumpir y, si es posible, destruir. En fin, llevar a cabo la política de la intimidación que, por el momento, es la dominante en el país.
Cuánta razón tuvo Hannah Arendt cuando en su libro Violencia y Poder, escribió que la violencia nunca es ejercida por quienes son o luchan por la mayoría. Será y es, el recurso de grupos que no la tienen, o que temen perderla. De tal modo, que después de lo visto, a diferencia de otras ocasiones, deseaba abandonar lo más pronto posible Caracas. Pese a que había llovido mucho, el aire estaba denso, muy espeso.
Es difícil abandonar Caracas.
Para llegar al aeropuerto, donde hay que estar tres horas antes del vuelo, se requieren de horas adicionales para sortear las dificultades del tráfico que lleva a Maiquetía. Creo, además, que es uno de los aeropuertos peor organizados del mundo. Y por si fuera poco, está lleno de militares que vagan de modo anárquico a través de los pasillos, no sé bien con qué otro objetivo que no sea el de "sentar presencia".
La inspección no es rigurosa pero sí, muy lenta. Y por si fuera poco, hay que repetirla dos veces.
Pero qué importa: sacarse los zapatos dos veces con tal de salir pronto de ahí, otorga ánimo. Lo cierto es que después de la inspección, en cualquier aeropuerto tú te sientes al fin liberado para dedicarte, si quieres, a hacer tus compras. No así en el de Caracas.
Tú puedes ser objeto de acosos sorpresivos, como a mí me sucedió, justo en el momento de abordar el avión.
Al lado del avión había un grupo de militares, al parecer con el objetivo de re-inspeccionar a algún desafortunado pasajero que pasara cerca de ellos. Yo supe que iba ser objeto de esa irracional práctica aún antes de que ellos se acercaran a mí. Dos de ellos me vieron avanzar desde lejos como quien espera a un antiguo amigo. Dejaron pasar a mucha gente y esperaron que yo me acercara. ¿Su pasaporte? Aquí está. ¿Qué lo trajo a Venezuela? Una invitación de la Universidad. ¿Cuántos días estuvo? Aquí esta la hoja de entrada y salida. Cuántos, preguntó. Cuatro.
¿Dónde se hospedó? Respondo.
¿Qué lleva en el bolso de mano? Dos libros y un par de calcetines.
¿En qué trabaja? Soy profesor.
¿Cuánto dinero lleva? Cincuenta euros. Por mientras, otro militar repite cada cierto tiempo, como el cucú de un reloj: no se ponga nervioso, señor. ¿A qué universidad vino? A la UCV. Ahhhh, la UCV (lo dijo como si se tratara de un prostíbulo internacional). ¿Tiene invitación escrita? Si, aquí está. No está firmada. Me la enviaron por Internet, pero ahí está el número, llame de su celular. No respondió.
De pronto aparece una mujer con uniforme que se presenta como miembro de la comisión de drogas y comienza a recitar algo así como que las leyes son diferentes en cada país y mi deber es aceptar la situación, lo que he estado haciendo con infinita paciencia.
La mujer no da nunca la cara y mira siempre hacia abajo. Ella comienza ahora a preguntar. Su pasaporte. Aquí está. ¿Qué lo trajo a Venezuela? Etc. etc. Todas las preguntas fueron hechas por segunda vez. El militar sigue repitiendo como el cucú: no se ponga nervioso, señor. Otra vez me piden que me saque los zapatos. Otra vez inspeccionan mi maletín.
Después del rosario de preguntas, comenzaron de nuevo a hacerme las mismas interrogantes por tercera vez. Hace rato que no hay nadie en el pasillo. Un grupo de azafatas observa la escena con extrañeza, desde la puerta del avión.
Yo pido, ya muy cansado, justo cuando comienza la cuarta ronda con las mismas preguntas (el interrogatorio lleva más de media hora) que me dejen llamar por teléfono. La mujer mira hacia abajo y no responde. Le digo que si no me permiten hacerlo a mí, llamen ellos a la embajada alemana, o a la chilena, pues ahí saben quien yo soy.
La mujer mira hacia abajo y no responde. Sólo me dice que las leyes son diferentes en cada país.
La mujer que mira hacia abajo llama a los demás miembros del operativo y deliberan cuchicheando. Al fin, la mujer que mira hacia abajo me pregunta si estoy dispuesto a dejarme hacer un examen de orina. Yo ya estoy agotado y les digo, rendido, que me dejo examinar lo que ellos quieran si es que me permiten viajar. La mujer que mira hacia abajo llama a su gente y cuchichean de nuevo.
De pronto, aparte de un militar que está sentado en una silla, no hay nadie más en el corredor. El grupo del operativo ha desaparecido repentinamente sin dar una sola explicación. El militar sentado, me hace un gesto para que entre al avión. Busco mi maletín. Yace abierto, lejos de mí; los calcetines y mis anteojos de lectura, en el suelo. Ordeno mis cosas y entro al avión. Me duele mucho la cabeza.
La barbarie, estimado profesor, nos alcanzó y no nos dimos cuenta.
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