Locos por la Luna, II

Hace 5 años, al cumplirse el 35 aniversario de la llegada del hombre a la Luna, escribí esto:

Hombre en La Luna

Hace 35 años “llegamos” a La Luna. Afirmación algo exagerada, pues yo no he llegado a La Luna, sino más bien quien llegó fue un representante de la “raza humana”, a la cual se supone pertenecemos. Y, por otro lado, una afirmación algo mentirosa, porque desde muchos antes ya habíamos llegado a La Luna, en forma de alucinaciones, delirios, novelas, amor y ficción.

Desde siempre, las culturas del mundo han rendido culto a esa presencia plateada que aún hoy resulta enigmática, al menos para mí. No ha alcanzado tanta ciencia y tanto conocimiento acumulado por siglos para develar todo el mágico misterio que envuelve a nuestro satélite.

Creo que muchos de los de mi generación, quienes crecimos para bien o para mal en los años 70, abrigamos en algún momento la idea de ser astronautas. Crecimos escuchando las hazañas de las naves “Apolo”, de los hombres danzando alrededor de La Tierra describiendo órbitas inimaginables, de Neil Armstrong dando ese “pequeño paso para el hombre y gran salto para la humanidad”.

El alunizaje y posterior caminata por la superficie lunar, representó a mi entender simbólicamente la despedida de una época. Era llegar al cielo, traspasar el límite entre la fantasía y la realidad. Era un logro descomunal de la humanidad, lo mejor de una década inolvidable para quienes la vivieron e imborrable para quienes no la vivimos.

¿Qué se sentirá ver a nuestro planeta en toda su dimensión desde el espacio? ¿Flotarían las ideas y pensamientos dentro de la cabeza igual que flotaban los cuerpos sin gravedad? ¿No hacía falta la gravedad para ir al baño? ¿Cómo lograban dormir sin poder apoyar sus cuerpos contra una superficie cómoda? ¿En realidad es oscuro todo el cielo? ¿Era posible ver tantas estrellas fugaces sin que perdieran su encanto de buena fortuna? ¿Verían a la pobre Laika vagar por las insondables profundidades del espacio? ¿Estaría La Luna hecha de queso, como la imaginaban aquellos simpáticos ratones de las comiquitas? ¿Sería la Vía Láctea cómo la soñaban aquellos gatos? ¿Tal vez los selenitas esperarían a los terrícolas para recibirlos? ¿Qué pasaba si llegaban en Cuarto Creciente o Cuarto Menguante? ¿Habría menos espacio para aterrizar? ¿Cuánta gasolina le habrían puesto a esos cohetes para llegar tan lejos?

Esas preguntas y, muchas otras más, me las he hecho a lo largo de mi vida. Obviamente que algunas de ellas, por su naturaleza, me las hice siendo niño, cuando no reconocía las verdaderas dimensiones de las distancias ni del tiempo ni de la lógica.

La carrera espacial quedó en veremos, desde las tragedias del Challenger y el Columbia. Por ahora, me he quedado con las ganas de que popularicen esos vuelos a La Luna o que vayamos a Marte. Nuevamente la incómoda y mentirosa primera persona del plural (¿Será roja su superficie? ¿Nos darán la bienvenida los marcianos? ¿Habrá más oxígeno que en La Luna? ¿Se verá de cerca como una estrella o más bien como un planeta? ¿Estarán sus polos hechos de hielo como los nuestros? ¿Habrán llegado primero los selenitas que los terrícolas?).

Hoy, veo a La Luna más lejos que hace 20 años, en términos de que no podré viajar hacia ella. Pero la veo más cerca en términos de simbolismos, en términos de lo que significa. Quienes hayan leído alguna que otra cosa escrita por mí, sabrán de esa presencia constante que flota sobre mis ideas.

Hoy, honores a quienes hicieron el sueño realidad, hace exactamente 35 años, a bordo del legendario Apolo 11: Neil Armstrong; Edwin E. Aldrin y Michael Collins.

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