La Tragedia de Vargas, 8 años después

I

Mañana, 15 de diciembre, se cumplen 8 años de uno de las mayores tragedias naturales ocurridas en América Latina.

Ese día domingo, Venezuela se encontraba votando para aprobar una nueva constitución (la número 26 de nuestra vida republicana). La diatriba típica de una campaña electoral, aderezada con el corrosivo verbo del Presidente Chávez, nos hicieron apartar la mirada de una tragedia que venía gestándose dos semanas antes, desde principios de diciembre.

Recuerdo con dolor y con rabia que se privilegió el evento político a la prevención de la tragedia y la salvación de las vidas humanas. El estado Vargas, a pocos minutos de la ciudad de Caracas, estaba en alerta máxima por las incesantes lluvias y por los pronósticos nada favorables.

Ese día, el Presidente repitió en varias ocasiones aquellas extrañas palabras atribuídas a Simón Bolívar tras el terremoto de Caracas de 1812 (digo "extrañas palabras" porque es difícil entender que alguien en su sano juicio haya dicho algo semenjante):


"Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca"


Terca como la que más, la naturaleza se nos opuso. Y no solo se opuso, sino que nos mostró la plenitud de su poder (lección que aún no hemos aprendido). Quienes tuvimos que obedecer fuimos nosotros. Esa misma noche, el caos se apoderó del estado Vargas hasta muchos días después.

El lunes 16 despertamos con nueva Constitución, bajo un torrencial aguacero, y con las alarmantes noticias de lo que estaba ocurriendo en Vargas. Recuerdo que me di cuenta de la magnitud de la situación cuando me enteré que unos familiares de una compañera de trabajo de entonces, tuvieron que ser rescatados en helicóptero atrapados en el último piso de su edificio. A partir de ahí, la tragedia empezó a mostrarme su peor cara.

En estos cortos videos, hay una muy resumida visión de la tragedia. Recomiendo verlos para entender la magnitud de lo que se vivió esos días.






II

Esto lo escribí hace 4 años sobre el mismo tema:

Deslave en el Alma


En Memoria de quienes murieron en la tragedia de Vargas, y de quienes, aún vivos, viven cada día la tragedia en forma de olvido y abandono

La tragedia de Vargas fue nuestra tragedia. Un punto de inflexión en la historia de Venezuela, tanto por su magnitud como por sus consecuencias. Aún revivo los días trágicos y no logro conseguir una explicación adecuada, convincente y mucho menos tranquilizadora acerca de lo que allí pasó. Nunca he podido explicarme cómo se vienen abajo varias montañas, de manera simultánea, en un radio de acción bastante largo. Nunca he podido entender cómo esas montañas, llenas de agua y parecía también que de odio, arrasaron inmisericordemente con todo aquello que osaba atravesarse.

El deslave no ocurrió solamente en las montañas. En mi caso, tengo la sensación de que me ocurrió un deslave interno, que todas las certidumbres y costumbres quedaron arrasadas por aquella tormenta eterna que solo paró muchos días después. Ese deslave, esa acción terrible de despedazar, desmigajar, arrancar de cuajo y destruir todo el paisaje conocido, hizo salir a flote esa dualidad extrema de los seres humanos cuando están ante tragedias que no alcanzan a comprender. Desde los saqueadores, violadores, asesinos, asaltantes, malandros de toda calaña que se hicieron del botín abandonado en La Guaira; pasando por los depredadores de turno, a quienes las tragedias de los demás les valen menos que un puñado de monedas, los payasos del circo político – los de siempre y los más nuevos - que quisieron sacar réditos de la horrible situación, hasta los que dieron su vida por salvar la de un ser querido.

Como todas las tragedias, no solo nos llenó de luto y de horror, sino que nos dejó un legado de historias incomprensibles, retorcidas, que sin embargo no dejan de tener un signo de interrogación para mí: ¿Fue verdad? ¿Fue mentira? ¿Fue ambas cosas?

Muchos cuentos en medio de la tragedia. El abordaje humano, más que psicológico, en algo parecido a un campo de guerra, donde había que llorar con las personas pues el dolor no cabía entre tanta gente, me llenaron de historias que algún día habré de contar más allá de estas líneas: el monstruo de siete cabezas que emergió de la montaña, según aquella señora que me tocó atender; el señor de mediana edad que, a punta de psicofármacos, aún no había vivido en vigilia la tragedia de quedarse sin hogar, sin familia y sin pastillas que lo ayudaran a tragarse de forma humana la amargura.

Los niños que, en medio de su inocencia desmedida lograron salvar, aparte de sus vidas, la de dos pollitos que piaban desesperadamente. La chica joven, hermosa, a quien hice llorar sin intención, con unas palabras que lejos del apoyo necesario y aprendido en los salones de clase reflejaban un desconocimiento total de su vivencia y de su dolor. El Guardia Nacional, que vivía la situación desde su poco flexible visión: el loco aquel que está gritando en medio de la noche y molestando a otros es un infiltrado político, que quiere hacer quedar mal al gobierno.

El estupor y la incoherencia de tener que ayudar a los voluntarios, que quien sabe por qué enredadas razones, creyeron que trabajando incansablemente durante más de 24 horas continuas, sin dormir, sin poder hacer más que aquello que sus dos brazos les permitían, podrían tal vez apagar su angustia o echarle un trozo de hielo a tanto sufrimiento. Y se hizo realidad la teoría, ocurrió lo que algunos llaman “la segunda tragedia”, cuando los que ayudan luego deben ser ayudados por falta de preparación para situaciones de emergencia. La penumbra de una noche en vela, el silencio del dolor y el deseo intenso de que nada de eso estuviese ocurriendo en la realidad, fueron apenas una milésima parte de las vivencias de esos días.

¿Qué será de ellos hoy? ¿Qué será de tantas historias que vivimos en esos días? ¿Qué significó aquello que vivimos? ¿Qué cosa tan terrible anunciaba aquel deslave de la naturaleza? Muchas preguntas me quedan rondando en medio de la nada, sin respuestas aparentes.

Nunca más me he atrevido a ir a La Guaira, salvo al aeropuerto por situaciones inevitables. Nunca más supe de Caraballeda; Macuto; El Rey del Pescado Frito; del Hotel Las Quince Letras; el Castillo de Reverón o los innumerables puestos de comida y bebidas de la pedregosa vía que comunicaba al Litoral de extremo a extremo. Todavía tengo en mi memoria lo que era La Guaira, tal vez hoy sea mejor – no lo creo – pero algo me ha impedido verle su nuevo rostro, maquillado por la naturaleza, tal vez miedo a tener que borrar mis recuerdos, a quedarme sin un pedazo de historia personal, a ver que siempre hay fuerzas superiores capaces de todo, de destruir y de construirlo todo de nuevo.

Lo cierto es que hoy, cuatro años después, aún se me retuerce el alma cuando veo las imágenes de las montañas cayéndose a pedazos sobre sus habitantes, cuando recuerdo el dolor profundo de los que padecieron la tragedia en primera persona, y cuando recuerdo el cuento del olor a azufre que emanaba de las entrañas de la tierra.

Será por eso que más nunca he vuelto, por temor a ver, oler o simplemente sentir a los demonios que se desataron ese día y que parecen no haber encontrado el camino de regreso a su adorado infierno.

III

Hace poco, de regreso en Venezuela, conversaba de este tema con varias personas de mi trabajo. En ese momento hice conciencia de que aún no he ido por esos lugares de la tragedia.

Y es que creo que aún esos demonios desatados no han encontrado su camino de regreso.

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